Hay informes que se rinden para explicar el trabajo y otros para cumplir con un requisito. Y el primer informe de Rosa Isela Sánchez Soya al frente de la Comisión de Derechos Humanos de Puebla, no sirvió para ninguna de las dos cosas, pero sí para confirmar algo: la ombudsperson llegó por consigna… y gestiona silencio.
No porque lo diga la oposición, no porque lo griten los medios incómodos, sino porque los propios números exhiben un fracaso institucional que ya no se puede maquillar con discursos de buena voluntad.
A simple vista —y sin necesidad de ser especialista en derechos humanos— los resultados son desoladores. Y lo son aún más cuando se comparan con el pasado. Félix Cerezo Vélez fue duramente criticado, señalado como inoperante y decorativo. Pues bien: hoy, esa mediocridad fue superada. Y eso ya es un logro… negativo.
Más de 8 mil quejas recibidas, apenas 18 recomendaciones, 40 casos con resultado positivo y miles de personas atrapadas en el limbo. Todo esto con un presupuesto cercano a 60 millones de pesos. La matemática es cruel, pero clara: la CDH no está defendiendo a las víctimas, está administrando silencios.
Pero esto no empieza con el informe.
Cuando estalló la polémica por su designación, medios de comunicación adictos al Armentismo —de esos que hoy atacan con furia a quienes señalan su mal desempeño— publicaron como primicia que Rosa Isela sería la próxima presidenta de la CDH. No fue trascendido: fue prácticamente anuncio.
Ese error, por querer quedar como “los mejores informados”, encendió las alarmas y provocó que la opinión pública y los medios pusieran lupa real a las comparecencias. Y ahí, en el ejercicio público, quedó claro que no era la mejor preparada. Hubo perfiles con más tablas, mejores respuestas y mayor claridad conceptual.
En ese momento hubo crítica legítima, dura pero respetuosa. También —hay que decirlo— hubo ataques miserables que se fueron por el lado físico, por su imagen, por su forma de vestir, por ser una mujer visible y arreglada. Eso fue incorrecto y reprobable. Pero lo verdaderamente grave fue que esa crítica misógina se usó como escudo, se mezcló todo, se descalificó al periodismo en bloque y se redujo el debate a “la atacan por ser mujer”.
Su cercanía con el grupo en el poder, su vínculo familiar con figuras activas de Morena y su promoción como “la favorita” del entonces gobernador electo Alejandro Armenta no eran chisme: eran contexto.
Y hoy, ese contexto explica muchas cosas.
Explica por qué no hubo pronunciamiento en el caso de la menor indígena abusada sexualmente, que no pudo denunciar por falta de intérprete.
Explica por qué guardó silencio ante la Ley de Ciberasedio, aun cuando ponía en riesgo la libertad de expresión y terminó siendo exhibida como inconstitucional.
Explica por qué no dijo nada sobre el programa de parquímetros, a diferencia de su antecesor.
Explica por qué no actuó de oficio en el caso del Hospital El Batán, cuando la ley se lo permite.
Y explica, sobre todo, por qué no ha intervenido en la persecución contra el periodista Rodolfo Ruiz, uno de los casos más claros de hostigamiento desde el poder.
Porque, seamos honestos: nadie espera que una funcionaria nombrada por el poder incomode al poder.
La escena en el Congreso fue el resumen perfecto de esta simulación. Rosa Isela acudió, entregó el informe impreso y emplayado, se tomó la foto… y se fue sin comparecer y sin pelar a la prensa.
No hubo exposición.
No hubo diálogo.
No hubo réplica.
Como si la rendición de cuentas fuera un trámite administrativo y no un ejercicio democrático.
Diputadas y diputados del PAN, PRI y Movimiento Ciudadano —entre ellos Rafael Micalco y Fedrha Suriano— hicieron lo que la Comisión no ha hecho en un año: señalar con claridad. Micalco fue directo: 60 millones de pesos para una institución que dejó en el limbo a más de 8 mil quejosos, mientras solo 40 casos tuvieron un proceso positivo real.
Fedrha fue más allá: si el cargo le queda grande, lo digno es renunciar.
¿La respuesta del oficialismo?
Defender lo indefendible.
Diputadas de Morena y aliados salieron a “respaldar” a la comisionada, acusando uso político de cifras. Y luego vino el remate desde el Ejecutivo: José Luis García Parra justificó la baja productividad diciendo que antes las recomendaciones se hacían “por encargo” y que ahora, al no haber corrupción, hay menos.
Perdón, pero ¡hazme el chingado favor!
¿Entonces las comunidades indígenas “pagaban” para que se les reconocieran derechos?
¿Las víctimas “encargaban” recomendaciones?
¿El silencio institucional ahora es sinónimo de honestidad?
Ese argumento no solo es débil: es ofensivo.
Porque aquí no estamos discutiendo si hubo 589 medidas cautelares, 33 hábeas corpus o 149 visitas a penales. Eso es gestión administrativa.
Estamos hablando de ausencias políticas, de silencios estratégicos, de no incomodar.
Y cuando absolutamente todo el oficialismo —diputados, vocerías, gabinete— se organiza para proteger a una funcionaria sin resultados, la pregunta es inevitable:
¿Qué favor se está pagando?
Y esto no se va a acabar aquí.
El ruido está lejos de apagarse. Muy probablemente vendrá la comparecencia que hoy se evita. Y cuando eso ocurra —si ocurre como debe ser— no la va a tener sencilla. Porque ya no bastará con entregar un informe, tomarse la foto y salir del Congreso.
Habrá interés público. Habrá preguntas. Habrá casos. Habrá cifras.
Y veremos entonces si la Comisión de Derechos Humanos del Congreso del Estado tiene el temple para cuestionar…
o si solo vuelve a palmear.
Hasta aquí el chisme, lo viral, el tamal con crema… y también con pasas.
Por Adriana Colchado
@Tamalito_Rosa

